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Relato - Distanciamiento Social - Parte II

Ir a Parte I
II
La enfermedad terminó por consumir a su madre. Recordó haber estado leyéndole su libro favorito durante unos minutos cuando se durmió para siempre. Se quedó mirándola un momento antes de llorar. Cuando miró su rostro entendió que ya no había más dolor en ella, aquella enfermedad ya no la atormentaba más. Por fin descansaba.
“No salgas del bunker” eran de las últimas palabras que le había dicho su madre “Aquí tienes todo; comida y seguridad”.
Releyó una parte del libro intentando entender: “El búho, cuyos ojos nocturnos son ciegos de día, no puede desvelar el misterio de la luz”. Se durmió pensando, sin lograr descubrir lo que significaba.
Habían pasado un par de días después de la muerte de su madre cuando Mariana tomó la decisión de ir en busca de su padre, en contra de lo dicho y la petición de su madre de no abandonar el refugio. Se preparó para el viaje; metió en su mochila comida y algo de ropa. Se despidió de sus muñecas, de sus libros y por último, besó la frente fría de su madre quien reposaba en su cama, dormida eternamente.
Después de tener todo listo, abandonó el bunker. Poniendo fin a su encierro.
El bunker estaba en las profundidades del bosque, se habían asegurado de que el aislamiento fuera lo más extremo posible. Debido a eso, Mariana tuvo que caminar a través del bosque; le pareció que había andado durante tres horas. Siguió sorteando algunos riachuelos, matorrales y uno que otro animal rastrero. Logró mirar a una salamandra de arroyo reptar hasta sumergirse en el agua. Sacó de su mochila una botella de plástico amarillenta y la sumergió para llenarla de agua.
Caminó por algunos minutos más hasta que por fin logró ver algo de civilización. Ante ella se erigía un edificio grande que ocupaba una gran extensión de terreno. A lo lejos, vio coches estacionados que estaban formados en largas hileras que parecían no tener fin. Decidió tomar otra dirección cuando vio a unos cocodrilos asolearse cerca de los automóviles; había leído lo que esos animales podrían hacer con una niña pequeña de diez años.
Llegó hasta una carretera, y vio más edificios a lo lejos. Le parecía estar viendo una ciudad fantasma. Por un momento temió terminar como aquel hombre en uno de sus libros favoritos, quien fue en busca de su padre, al igual que ella, y se perdió en una ciudad llena de fantasmas. En ese momento pensó que, tal vez, su padre había tenido razón: la gente se había matado entre sí, y ahora el mundo estaba descansando, y los animales reinaban un mundo lleno de fantasmas.
Se sentó a descansar junto a la carretera. Sacó algo de comida de su mochila y empezó a masticar la carne seca que le escaldaba la boca, tomó tragos de agua de su botella de plástico. Permaneció ahí, esperando; sin saber qué esperar.
Pasaron un par de horas cuando vio un coche a lo lejos que venía por la carretera. El sol aun resplandecía, creando una bruma sobre el asfalto que danzaba alrededor de espejismos acuáticos en la carretera, dándole un aspecto espectral a aquel automóvil.
Pensó en esconderse entre los arbustos pero se sintió tonta por pensarlo. Había abandonado el bunker por alguna razón, y esa razón se acercaba cada vez más en un coche gris. Podría ser su padre… o su fantasma.
Poco a poco, empezaba a escuchar el sonido del motor. Se mantuvo cerca de la carretera, manteniendo una distancia considerable, pero lo suficientemente cerca de la carretera para que el conductor pudiera verla. 
Notó que el coche comenzó a disminuir la velocidad. Vio que adentro venía una sola persona. Podía apreciar una sombra que se movía en el interior. El vehículo se detuvo algunos metros más adelante. El reflejo de los rayos del sol que golpeaban el cristal de la ventana del conductor le impedía ver bien a la figura que estaba dentro. Estuvo algunos segundos ahí, pero para Mariana parecían minutos, horas, sintiendo una mirada que se fijaba en ella desde el interior, o al menos eso es lo que ella sentía.
Por fin, la puerta se abrió y vio emerger aquella figura fantasmal. Era un hombre joven que vestía pantalón de mezclilla roto y una remera roja descolorida que casi parecía rosa, una gorra gris y un trapo que le cubría una parte del rostro; nariz y boca.
Mariana alcanzó a escuchar la voz del joven, pero no entendió, debido a la lejanía  y a aquel pedazo de tela que le cubría el rostro. Los nervios invadieron su cuerpo al estar frente a alguien más después de tanto tiempo, alguien que no era uno de sus padres. Vio cómo el hombre comenzó a acercarse. Se planteó la idea de huir. Recordó las advertencias sobre la locura que había embriagado a las personas.
El hombre del coche le dijo algo mientras se acercaba. El sonido pareció salir de su boca, atravesando aquel trapo que la cubría,  como un misil sónico. Sintió una onda de presión que la golpeó provocándole un mareo. La vista se le nubló por un momento, su visión iba y venía. Un intenso calor comenzó a recorrerle el pecho y un dolor le hacía retumbar la cabeza.
—¡Por favor, aléjese! —le dijo a aquel desconocido.
Las palpitaciones de su corazón resonaban por todo su cuerpo, comenzó a temblar. Por un momento, pasó por su mente la idea de que esa persona emitía algo contaminado; radiación, o alguna onda electromagnética que le provocaba ese terrible malestar. Su padre le había intentado explicar sobre las ondas… ¿eléctricas?, pero lo había olvidado, pronto dejó esas ideas de lado. Se dio cuenta que las manos le temblaban cuando se las llevó a las orejas tratando de detener aquel sonido.
—¡Oye niña!, ¿Estas bien? —“Preguntas estúpidas a situaciones obvias”. Mariana recordó, tras un destello punzante, las palabras de su padre. “¿Que no ves?” pensó.
El muchacho se acercó a ella y la tomó de los brazos antes de que cayera de rodillas. Seguía sin entender lo que le decía. Solo podía ver sus ojos. Por un instante, su mirada de preocupación le hizo recordar a la de su madre.
Una luz intensa la había cegado por completo como si hubiera visto directo al sol. La resonancia aumentaba; se había unido a ella un terrible sonido agudo parecido al largo y molesto frenado de un viejo tren que está llegando a su estación. Sintió como si le fueran a explotar los tímpanos, detrás del rechinido alcanzaba a escuchar el eco de su madre «No salgas del bunker».
Aquella intensa luz había sido engullida por la más espesa oscuridad, Mariana se había perdido. Había caído en la ciudad fantasma.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando comenzó a sentir una brisa estática en su rostro, de un olor metálico que le procuraba una cierta calma, seguido de un sabor similar y una sensación cálida en su boca.
Recobró la visión; el dolor punzante había sido reemplazado por un estado de excitación. El corazón le seguía palpitando pero ahora con una sensación diferente, de vida, una descarga eléctrica de energía recorriendo todo su cuerpo. Cualquier dolor que hubiera estado sintiendo antes había cesado por completo.
Mariana masticaba… masticaba y tragaba, sentía su boca muy húmeda. Miró a través de la ventana del coche y se dio cuenta que una mancha roja le cubría medio rostro y vio cómo le escurría por la boca una mezcla de baba roja y pedazos de carne a medio masticar. 
Miró atrás, y vio las manchas de sangre regadas en el suelo, «Trató de llegar hasta el coche… fui más rápida» prensó.
Ahora todo era claro para la pequeña Mariana «No salgas del bunker» el último eco desvaneciéndose de su madre le hizo entender todo.
El bunker y el aislamiento. Todas aquellas medida de seguridad que había tomado su padre, no eran para cuidarla a ella o a su madre. Se trataba de proteger a los demás. Siempre se trató de proteger a los demás; como a ese pobre infeliz al que se estaba comiendo.
Le retiró el trapo de la boca -estorbaba- y dio un nuevo mordisco para arrancar otro pedazo de carne de la cara del joven conductor. ¡Qué más da!, el mal ya estaba hecho, la plaga se había liberado; ella tenía hambre y se sentía muy bien de haber puesto fin a su aislamiento.

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