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Relato - Distanciamiento Social - Parte I

I
Mariana estaba durmiendo cuando una sombra borrosa, hablándole con una voz agitada, la despertó. Aquella figura espectral no podía ocultar su desesperación, la pequeña Mariana podía sentir el aliento cálido en su rostro que emitía aquella figura sombría. Se trataba de su padre, quien no se había molestado en encender las luces de la habitación. La abrazó para sacarla de la cama, ella le sintió la ropa húmeda, aunque recordaba que no había estado lloviendo esa noche. Sintió la ropa de su padre algo pegajosa y pensó que era sudor. Nunca lo había visto tan preocupado.
Le dijo que su madre los esperaba abajo, que debían marcharse ya que el mundo se había vuelto loco. Logró coger algunas de sus pertenencias: algo de ropa, un par de juguetes y nada más, tuvieron que salir lo más rápido que pudieron. 
Aún se recordaba bajando aquellas escaleras, tropezar en el último escalón y rasparse las rodillas al caer de bruces. A veces soñaba con el rostro asustado de su madre quien la ayudó a levantarse antes de que la pisara por la agitación del momento.
Los tres se montaron en el coche y abandonaron su casa. Habían pasado más de dos años desde que abandonaron su casa en medio de la oscuridad, su antigua casa. Esa noche fue la última ocasión en que Mariana pudo ver el lienzo nocturno pintado de luces que era aquella ciudad. 
Aunque el tiempo había comenzado a devorar parte de sus recuerdos. Todavía podía rememorar, entre una bruma espesa, aquella noche. Tras poco más de unas horas de haber abandonado su casa, Mariana, quien estaba por caer dormida en el asiento trasero, sintió que todo dejó de moverse. 
Se apearon del coche y continuaron a pie. Atravesaron el bosque en medio de la oscuridad, hasta llegar a un páramo en algún lugar de la espesura. Debajo de una cama de hierba y tierra estaba el bunker; construido y acondicionado en total secretismo por tu padre. En aquel momento, una Mariana de tan solo 8 años, no se cuestionó cómo es que su padre había construido ese refugio; como cualquier niño de su edad lo dio por sentado.
Ese lugar se convirtió en su nuevo hogar, donde habían estado viviendo desde aquel momento.
Aquel vasto mundo del que habían huido se había reducido a solo ellos tres, viviendo entre muros de concreto reforzado bajo una gruesa capa de tierra, sin ventanas ni ninguna otra fuente de luz natural. 
Con el paso de las semanas, de los meses, aquel lugar subterráneo se convirtió en su nuevo mundo, donde Mariana recordaba haber pasado una buena parte de los días leyendo y estudiando. Leía de todo, literatura, diarios viejos, recetario y todo tipo de libros que tenían en ese lugar pero sus libros favoritos eran los relacionados a las ciencias naturales. Flora y Fauna; sus muñecas, siempre la acompañaban en las lecturas. Adoraba leer y releer la gran colección de libros que tenían sobre la fauna silvestre.
Recordaba cómo en una ocasión, su padre dejó caer un plato de carne en su juego cuando escuchó su grito, acompañado de un sonido de repulsión y asombro. 
—¡Que horrible! ¿Se los comen?
Había estado leyendo sobre la práctica que tenían algunos hámsteres; esos pequeños y aparentemente inofensivos animalitos; que tenían la desagradable costumbre de comerse a sus propias crías.
—Esa es la manera en la cual se aseguran de que sólo los más aptos y fuertes mantengan viva a su especie —le había dicho su padre—. Es el principio de la evolución de Darwin, hija.
—Nunca tendré un hámster —hizo un gesto de asco.
Miró cómo se dibujaba una sonrisa en su rostro y después este continuó explicándole. A ella le gustaba cuando le explicaba todo, era una de las cosas que más extrañaba de él. Aunque mucho de lo que le explicaba terminaba por no entenderlo por completo, se sentía importante, “gente grande” decía.
Durante los días en el bunker, su madre enfermó. Esa era una de las pocas cosas que no habían querido explicarle, aquella rara enfermedad que la estaba consumiendo era el mayor secreto en el bunker para Mariana. 
Su padre era el encargado de salir del refugio para traer comida. A veces llegaba con algunos conejos sobre el hombro o algunas aves. Cuando tardaba mucho en llegar, sabía que comerían pescado. Aunque nunca lo acompañó -ya que tenía prohibido salir del refugio-, él les contó que había un río con muchos peces a unos diez kilómetros del escondite. En el mejor de los casos, llegaba manchado de sangre cargando alguna hielera o bolsa de plástico con carne: “Hoy toca venado”, les decía a su madre y a ella. Pero ya tenían más de cuatro semanas viviendo ellas dos Su padre había salido como de costumbre en busca de alimento y no había regresado. Desde entonces el silencio se había convertido en el nuevo inquilino, el cual había estado inundando el lugar.

Apartó la vista del libro que estaba leyendo; se trataba de uno de esos de pasta dura sobre insectos y arácnidos. Últimamente se dedicaba más a ver las imágenes de aquellos insectos y tratar de recitar de memoria lo que el libro decía de ellos. Miró a su madre caminar con una languidez que evidenciaba su enfermedad, ya muy avanzada; de la misma manera que lo hacían sus ojeras y el rostro demacrado. Mariana temía mirarse a un espejo y comprobar que, de seguro, ella también tendría un aspecto similar.
La vio llegar hasta la pared del área para comer, y tachar un día del calendario improvisado que tenían frente al comedor. Dos años y cuatro meses viviendo en las profundidades. En su propio inframundo.
—Deja ese libro y ven a comer Mariana —escuchó su voz, que parecía más un susurro adolorido.
Mariana dejó el libro en el estante que tenía en una pequeña área acondicionada como habitación. 
Se sentó a la mesa a esperar su plato de comida.
—¿Hoy sí comeremos carne? —sabía que se trataba de carne en salazón, pero prefería eso en vez de las papas crudas de los días recientes.
—No, la debemos guardar —puso un plato con tomates, espinacas y rábanos.
Aún les quedaba la carne seca de la última captura que había hecho su padre. Además, contaban con un pequeño huerto en el interior del bunker que les proveía algunas verduras y frutas que se podían cultivar en interiores.
—Algún día tenemos que salir a buscarlo —dijo antes de darle una mordida a los tomates y hacer un gesto de desagrado.
—Sabes que es peligroso… Estoy muy cansada y tú eres muy pequeña. Ya volverá —parecía que cada mordisco le dolía más a ella que al tomate—. Con lo que nos da el huerto es suficiente por ahora.
Clavó el tenedor en otro tomate, mirando cómo escurría el líquido rojo que caía por el costado y creaba un pequeño charco alrededor de las espinacas, imaginando que se trataba de una hysterocrates hercules, una de las tarántulas que más le impactaba de su libro.
Cuando terminaron de comer en aquel concierto silencioso de respiraciones a capela, ayudó a su madre a llegar hasta su cama. Después volvió a los libros, pero esta vez quería… necesitaba escapar, salir de su inframundo. Así que se decidió por la literatura, su única forma de liberarse de ese encierro, de recorrer el mundo y conocer a otras personas.

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