Pensó en varias formas de hacerlo; envenenarlo, volarle la cabeza con una pistola, o cortarle el cuello; cualquier cosa que acabara con su existencia. Por fin dejaría de verlo, de escuchar su respiración, su ruido asqueroso al comer, su voz estentórea que le cincelaba la cabeza. Eligió el frío filo de la navaja, después de todo, era personal.
Subió por la escalera, se dirigió al cuarto de baño y permaneció unos segundos frente a la puerta con los ojos apretujados. Abrió la puerta y entró. Miró en el espejo y observó el reflejo difuso con una mirada profunda que penetraba hasta lo más hondo de su psique… después de unos segundos de juiciosa contemplación, pensó: “Hoy no me desagradas tanto... hasta siento aprecio por ti... un poco”. Dejó la navaja dentro del botiquín.
Se fue a trabajar y lo dejó vivir un día más.
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