Su clan se asentaba cerca de un lago cubierto por un manto glacial. Por primera vez percibía un aire sofocante, provocado por el viento gélido. Sentía como si le rasgara la piel, ya marchitada por la edad, como agujas heladas que le pinchaban todo el rostro. Se aferraba a recuerdos moribundos de tiempos lejanos, envuelto en aquel paraje triste y desolador que lo oprimía como una mano gigantesca tratando de aplastar al viejo y cansado jefe del clan. No podía más; sentirse inútil y varado en este inmenso y asfixiante mar, con un ambiente hostil y salvaje que lo erosionaba todo.
Veía morir al menos a seis miembros del clan cada luna; la mayoría jóvenes. Le parecían como montañas desgajándose en el amanecer; la respiración se le cortaba en el crudo invierno y frio polar.
Sintiendo la sombra de la calamidad acechando cada vez más a su pueblo, amenazando su espíritu deteriorado: el jefe experimentó un gélido escozor en el pecho que lo regresó de la ensoñación. El viejo entregó el alimento al miembro más joven de la familia. El pequeño Sialuk lo contempló con una mirada solemne, comprendiendo el momento que estaba presenciando. El fulgor que emanaba de los ojos de aquel pequeño llenaba el vacío profundo de su interior, lo necesario para continuar con su breve campaña, la definitiva. Heredó al pequeño su preciado unaaq de madera, y tras una mirada compasiva al resto del clan, se encaminó hacia el gran paramo de nieve, alejándose del minúsculo calor de la aldea; perdiéndose entre las montañas heladas. Sus esperanzas se sentían liberadas como iceberg a la deriva. Siguió sin mirar atrás.
El resto lo observó alejarse hasta verlo desvanecerse en el colosal paisaje blanco y cegador.
Al día siguiente, durante una mañana brillante, Innisaq fue declarado el nuevo jefe del clan. Dos lunas después, el pequeño Sialuk pescó su primer alimento y lo comió dichoso, observando el gran unaaq.
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