Sabía que la trágica escena era inevitable. Había agotado todos los escenarios posibles, el personaje no tenía salvación, debía morir.
El escritor lanzó el cenicero contra la pared. Las colillas de cigarro quedaron esparcidas en el piso, mientras ahogaba un grito de impotencia. No podría continuar sabiéndose el propietario de las manos que habrían de matarla.
Cuando la policía llegó a la escena, el cuerpo del escritor yacía inerte en un charco de sangre; una mezcla roja y pegajosa de cenizas y licor. El oficial se percató de una máquina de escribir cubierta de sangre que impedía ver lo que se había escrito.
Una novela inconclusa. Un personaje sobreviviente condenado a la eterna incertidumbre.
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